lunes, 8 de marzo de 2010

Nicolás Romero: Testimonio de historia Mexicana.


En 1973, el Ayuntamiento de Nicolás Romero, Estado de México, publicó un folleto biografico acerca del personaje en cuyo honor recibió su nombre el municipio. En la entrada anterior de este blog presentamos una pequeña parte del folleto, en esta ocasión, lo concluimos.


Ilusración: Portada del folleto biográfico, publicado en 1973.


TESTIMONIO DE HISTORIA MEXICANA
Por: Jacobo Dalevuelta.

Como el inmortal Nicolás Romero, añoro el aroma único de los jardines de Michoacán. Y en la visión maravillosa del pasado, encuentro a este formidable guerrillero, patriota generoso, en las tardes en que merced a un paréntesis de quietud para la fatiga, echado sobre el césped esmeralda del campo y dejando en la vaguedad de un recuerdo su mirada hacia más adentro, hacia las otras tierras queridas por él. Creo, me imagino al mestizo de treinta y cuatro años, suspirar a sus montes eternamente verdes y ricos de maleza. Y le sigo al Ajusco que guarda el secreto de la leyenda de Los Cuatro Soles. El alma de Nicolás Romero se modeló en esta cumbre azul como mi grande ilusión. En el Pico del Águila, nido de cóndores, este León de las Montañas, aprendió a ser inmenso como ellas, fuerte como sus rocas, inabordable como las cimas que corona siempre la inmaculada sabana de nieve. Junto al Zarco, que inmortalizó la pluma del incomparable Altamirano y junto a Riva Palacio, que llevó su valor y paseó su penacho de Caballero Poeta por esas tierras prodigiosas de Ziran Ziran, la figura de Nicolás Romero aparece y se eleva sobre ellas y sube a la inmortalidad cuando las balas extranjeras disparadas por las manos de los traidores, cegaron aquella existencia generosa y útil, puesta al servicio de la Patria. Y me parece que, por las noches, vague Nicolás Romero, de Mixcalco a Zitácuaro, repitiendo su canción, romance del amor doloroso: Una mujer angustiada llora por su prisionero: ¡Que le vuelvan a su hachero el de blusa colorada! Y sigo con él en sus marchas bajo los pinares que huelen a delicia y le busco en el campamento, pensando y suspirando por aquella chaparrita que robó su corazón en Toluca y voy a su lado en su marcha final hacia el patíbulo que lo inmortalizó. Y, sintiéndole grande y ejemplar por su sencillez y por su valor, escribo estas líneas que procurarán reunir algunos de los aspectos más interesantes de su vida, pensando en los charros del campo, los auténticos, que ignoran el mal a fuerza de conocer tanto el bien. Y canto a Nicolás Romero, con versos de corrido, con versos de aquellos que se escriben al abrigo, al calor de la fogata, cerca del rancho, bajo la entornada ventana que adornan de noche la luz de las estrellas, y de día, las macetas con flores de amapola y con dos ojos garzos que, cuando se entornan, hacen nublar la luz del sol. NOTA: En ocasión del centenario del sacrificio de Nicolás Romero, publicamos como un testimonio de historia mexicana, el trabajo que escribiera hace años, el connotado periodista Jacobo Dalevuelta (Fernando Ramírez de Aguilar) y que hemos rescatado del amarillento Suplemento del periódico El Universal de la ciudad de México, correspondiente al 17 de marzo de 1929. La bibliografía sobre Nicolás Romero, guerrillero de la Reforma y la Intervención, es bien escasa, por lo que, consideramos que esta mención, encaja en la conmemoración que celebramos en ocasión del centenario. Quiero escribir, oyendo a mi lado una canción en tono mayor, canción mitad amor y mitad picardía; pero bella, canción que salga para envolverse con la blanca nube perfumada de un vaguero y que vaya a conmover el sentimiento de una mujer: Muchachas del Cuirindal, esas de Cuirindalillo... Y ahí va la historia de Nicolás Romero... ...Y dicen que dicen que Miramón es el diablo... y dicen que dicen... que es el mesmo Lucifer, y anda y dice a ese valiente que yo soy su tata del y que si es el mesmo diablo, yo seré su San Miguel... Un son semejante debe haber mecido la cuna ranchera de Nicolás Romero. Hasta hace poco se creyó que la primera luz se la había enviado a través de los cedros, la montaña de Tlalpan; pero ahora sabemos que Nicolás nació en Nopala, Hgo. Esto acaba de descubrir uno de los más estudiosos periodistas de provincia. Nació entre las magueyeras, en la lejanía del año treinta a treinta y cuatro. Y como, acaso su alcoba haya sido el jacal democrático, en la primera mañana de su vida, debe haberse arrullado con la sinfonía maravillosa de El Alabado, canto de iniciación para el trabajo o de adiós para el sol que cae, día tras día, y que la voz campesina dedica al tinacal... Y su niñez fue obscura. Manuel Romero, su padre, y María Gertrudis (el nombre denuncia a la mujer india), murieron ignorantes e ignorados. Y un día Nicolás apareció, allá arriba, en la tierra alta donde puede respirarse la pureza creadora del viento montañero, Tlalpan, risueña; la ciudad tan querida y que esconde su belleza como lo haría la modestia de una campesina, fue para Nicolás Romero su segunda tierra. Y es que, esa arcilla tlalpense que huele a tomillo en las tardes de lluvia, tiene su embrujo... Sí, embrujo... Acaso sean los altos pinares que se perfilan caprichosos en sus atardeceres magníficos, cuando rompen el azul inmaculado de su cielo, los enormes pájaros blancos que allá en Centroamérica, son precursores del fin de los inviernos. ¡Cuántas veces he visto cruzar, bajo la comba azul de Tlalpan, esos Alzacuanes que parecen sentir intensa voluptuosidad con bañarse de la última luz vespertina y recibir las suaves primicias de un plenilunio. Algunos historiadores afirman que su infancia la pasó en San Ángel, protegido por el cura lugareño y que aprendió a leer y a trabajar en la fábrica de Contreras; pero Riva Palacio, rectifica esta versión y coloca la primera juventud del más grande guerrillero, sólo comparable al que creo la fantasía de Nervo, en Tlalpan, en la montaña en cuya falda están los cimientos de las fábricas de hilados. Y yo, pienso lo propio y me parece ver a este menestral humilde, en sus paseos dominicales a la dorada San Agustín de las Cuevas, detenerse frente a la injuria de las enormes masas cubiertas de planta, ante las cuales se refocilaba, la sensual y asquerosa figura de su Alteza Serenísima, don Antonio López de Santa Anna. No sólo ha servido la riente villa de la tierra de arriba para admirar a su belleza y para atraer con su misterio de encanto. En diversos tiempos, gentes de pocos escrúpulos, también la han encanallecido. Y allí frente a las mesas de la partida y bajo los toldos quitasoles de los palenques de gallos, entre los ruidos ensordecedores del gritón y la valona de la encantadora, me figuro encontrar al obrero textil, mudo, severo, indignado de aquella soez injuria. Y del telar que canta su himno de labor, partió una ocasión Nicolás Romero y cambió el huso, por la bruñida lanza de acero con la que más de una vez tomara sarta convulsa de traidores. Con su lanza de cañutos cabalgando pencos brutos... ¡qué gentil se ve el gandul! La nota más antigua que hallo respecto de su vida de soldado, marca el año 1860. El 24 de diciembre, entró a la Metrópoli a las órdenes del general Aureliano Rivera, durante la Guerra de Tres Años. Y de allí marchó al Estado de México. Mejía, por el año de 64, los persiguió obligándolo a internarse para Michoacán, la tierra de tan esclarecidos patriotas. Y un día, estuvo frente a Zitácuaro, y allí se presentó bajo las banderas de la República, a ese patricio que descendía de la sangre de Vicente Guerrero. Nicolás, a la cabeza de cien jinetes se presentó al coronel Riva Palacio y se puso a sus órdenes. Era de treinta a treinta y cuatro años. Mestizo en que predominaba la sangre indígena, su color era obscuro y terso, lampiño, de ojos pardos, que de cuando en cuando relampagueaban, llenos de fuego, pero que de ordinario miraban humildemente. Era bajo de cuerpo, delgado y tenía en el carrillo derecho una pequeña cicatriz, consecuencia de una herida que recibió durante la Guerra de Reforma, en un combate cerca de Cuernavaca. Retraído en su trato, parecía el de un hombre enteramente pacífico. Vestía tricot negro y sombrero de fieltro. Cualquiera, al verlo, hubiera creído tener al frente a un humilde vicario de cura. Y como jinete dicen sus biógrafos, pocos había entonces. Y es mucho decir. Un hombre de lanza y blusa roja, por regla general, era todo un señor sobre su caballo. Nicolás Romero, coco de la frailuna, fue un brazo derecho de Riva Palacio. Y allí están: Angangueo, Venta del Aire, El Tulillo, Metepec, Ayala, Ninijí e Ixtlahuaca y cien pueblos más en donde El León de la Montaña, derrotó a los altivos franceses y castigó a los odiados traidores. Y su fama corría de boca en boca y su figura atraía a las rancheras de la región. Pero Nicolás Romero, como en el poema vernáculo, sus ternuras eran sólo para esa chaparrita, dice Salado Álvarez que la mimaba. Hay mil hazañas que relatar de este guerrillero que lucía en el combate su valor y su generosidad en la victoria. En la Hacienda de Ayala, un 12 de septiembre de 1864 rompe un sitio que le puso el general Cuevas, toma prisioneros, lanceros franceses, austriacos y traidores y cuando sus clarines tocaban la victoria, liberta a los prisioneros, les socorre y les aconseja no servir por la odiosa causa de una corona mandada desde Europa. ¡Sólo un chinaco, era capaz de estos actos!
LA EPOPEYA DE VENTA DE AIRE
Fue acaso en Venta del Aire, donde Nicolás Romero, coronel del cuerpo Zaragoza, glosó en su vida una estrofa máxima, como un himno triunfal. De México habían avisado a Riva Palacio que el capitán Becker saldría de aquella capital con una pequeña escolta rumbo a Morelia, llevando de parte de Bazaine, pliegos e instrucciones verbales para don Leonardo Márquez. Becker, que es hoy general de la más alta graduación en el ejército de su país, es ruso de origen y vino a México en los días de la Intervención Francesa, para hacer su práctica de guerra. Era entonces muy joven; pero se distinguía ya, por su talento e instrucción en la Ciencia Militar. Forey lo colocó de ayudante de Márquez, y con este jefe hizo gran parte de su campaña. Esa era la importancia del enviado de Bazaine. Márquez, desde Morelia, dispuso la salida de contingentes para protegerlo y movió al Mocho Oroñoz, desde Maravatío y al coronel Camarena, renegado. La orden fue concreta. Riva Palacio mandó a Nicolás Romero para batir a los enemigos y capturar vivo al enviado del mariscal francés. En el relato cronológico que hace el erudito historiador michoacano don Eduardo Ruiz, dice: ...Así las cosas, Romero partió de Ayala a la una de la tarde del día 13 yendo a pernoctar a la Hacienda del Mayorazgo. El 14 continuó su marcha rumbo a Tabasco y llegó al Puerto de Medina como a las dos de la tarde, hora en que Camarena escoltando ya a Becker, regresaba a la Jordana y en que Oroñoz rumbo a esa hacienda, había salido de la Tepetongo. Tenía pues, Romero un amplio espacio entre las dos fuerzas enemigas y supo aprovecharse de esa circunstancia Y fue el combate fuerte y recio y nuestro chinaco atrevido y vigoroso, diezmó una vez más a la falange de enemigos. Becker, el enviado de Bazaine, quedaba aislado y dos lanzas llegaron a tocarle el pecho, pero en medio del tumulto consiguiente de la batalla, el León tuvo los golpes certeros de sus soldados y tomó la presa, viva, sana, intacta. Y el soberbio ruso, que llevaba la sangre innoble de los zares asesinos, rindió su espada, ante la majestad del campamento al obrero de Tlalpan, convertido en un soldado de la República y aureolado ya por las caricias de la victoria. Y fue hasta su jefe y le entregó al prisionero. Y marchó a Zitácuaro, nidal de hombres. Las mujeres alfombraron una vez más de flores de sus bosques, el paso de aquel chinaco, que glosaba las fiestas moviendo a su caballo, como puede moverse a un niño bueno. Aquí me parece asistir a una Canacua Florida.
EL OCASO
Una agorera mariposa negra, marcó el ocaso de este héroe magnífico. Fue en Papatzindán (y no Apatzingán, como erróneamente, afirmaron los mochos de la época), por Carácuaro (de donde surgió el único Morelos), donde Romero tuvo su ocaso. Era noble y era amigo. Salazar, un general desobediente de la República, tenía que ser batido fue Nicolás el enviado para castigarlo. ¿Por qué me mandan a mí a pelear contra los liberales, cuando hay por aquí tantos franceses y traidores? Pero iba triste y acaso sentía ya en el fondo de su alma que su deber lo llevaba hasta el patíbulo. Cuentan sus historiadores que: el segundo día de marcha, observó Romero que el coronel Pedro García, le pasaba con frecuencia la mano por la espalda, como tratando de quitarle algún insecto ponzoñoso. Después de muchas veces de esta operación, preguntó Romero: ¿Qué me quita usted? ¿Son jicotes? No, coronel; es una mariposa negra que vuela y vuelve a pararse en la espalda de usted. ¿Una mariposa negra? ¡Con razón digo yo que en esta expedición me va a ir mal! Y así llegó a Papatzindán... 31 de enero de 1865. Había mitote y había ruido. El coleadero estaba en su más brillante escena y una mujer le bebía los alientos al guerrillero. Y en la fiesta se cantaba la valona. México lucido dónde está el Virrey caballos tordillos coches de carey. Y no gustó aquel canto y entonces Nicolás repitió su copla: Una mujer angustiada llora por su prisionero: ¡Que le vuelvan a su hachero el de blusa colorada. Y bajo muchas blusas coloradas palpitaron los corazones y echaron fuera suspiros de amor. Y fue la escena brillante en que Nicolás demostró su destreza charra; pero vino el accidente nefasto y cayó con todo y potro. Y charro y bestia se perdieron en el polvo levantado y un grito de angustia acalló las últimas notas del rasgueo de las guitarras. El chinaco estaba lastimado de una pierna. Y las expertas manos curanderiles cayeron sobre aquel hueso dislocado. Había en el ambiente esa tremenda pesadez precursora de las grandes crisis. El francés preparaba la emboscada. Y aquella mañana, los chinacos dormían y en el potrero, los caballos descansaban sus grandes fatigas. Sólo un hombre velaba por sus hermanos. Sólo Nicolás estaba despierto ensayando andar, soportando el intenso dolor de su pierna herida. Y sonó un disparo que fue como una voz de alarma. El coronel De Portier con el 81 de línea, estaba enfrente a la población. La tragedia. Nicolás Romero fue descubierto por un zuavo que perseguía una gallina para robarla. El animal voló hacia un árbol salvador y entre sus ramas, apareció la cara de una hombre. Un zaragoza, gritó el invasor. Fue capturado. Según unos autores, tocó a un traidor identificarlo; pero según otros, la nobleza de Nicolás Romero lo hizo denunciarse. Dicen, que traía prisionero a un oficial belga. Que cuando fue detenido llamaron a este oficial para preguntarle si conocía quién era el preso. El belga no tuvo valor para ser delator de un hombre tan valiente como Nicolás Romero. Los franceses amenazaron al belga con fusiles y entonces, el gran chinaco dirigiéndose a ellos les dijo: Dejen en paz a ese joven que nada tiene que ver con ustedes. Yo soy Nicolás Romero. ¡Apenas si lo creían! El León de la Montaña estaba encadenado.
LA MUERTE DEL HEROE
La importancia de la captura de Nicolás Romero, se mide por el tono despectivo que usó el conservador Calendario de Galván, en sus Efemérides. Romero, le llama a secas, cuando dice que una mañana fue traído a la ciudad y que pasó por la Alameda, en la hora precisa de una alegre matiné burguesa y metropolitana. Nicolás Romero no puedo ser indultado por la llamada magnanimidad del iluso príncipe de Habsburgo y murió en el patíbulo. Dos años más tarde, la justicia demarcaba con la señal indeleble de su dedo, la sangrante cabeza del llamado Emperador, en la magnífica fiesta de la reivindicación de un pueblo, en el Cerro de las Campanas.
MIXCALCO
Se llevó a este héroe a una Corte Marcial inexorable, criminal. El 17 de marzo de 1865, firmaban su sentencia máxima. Y a la mañana siguiente, en un amanecer de primavera, florido y oloroso a roja amapolita ribereña, se consumó la tragedia. Don Juan A. Mateos, la describe así: MIXCALCO En aquel lugar triste y apartado, debía tener su desenlace ese drama. Se oyó un rumor en la multitud; el movimiento uniforme, simultáneo de las armas de los franceses produjo, con la naciente luz del sol, un relámpago siniestro que cruzó por encima del agrupado pueblo, y Nicolás Romero, sereno y animoso, casi indiferente, penetró en el cuadro en unión de otros dos oficiales que iban a sufrir su misma suerte. Infinitas precauciones había tomado la plaza para llevar a efecto la sentencia: la popularidad de Romero y la notoria injusticia del procedimiento, hacían temer una sublevación popular. Se había adelantado la hora: la guarnición estaba sobre las armas, la artillería lista, las patrullas y la gendarmería en movimiento, y sobre todo, la policía secreta, esa víbora que brota como la yerba venenosa de los pantanos, del seno de los gobiernos impopulares, en una actividad espantosa. Romero fumaba desdeñosamente un puro, los dos oficiales que le acompañaban y que también debían morir, eran: un subteniente que había sido el mariscal de un escuadrón de la brigada de Romero y el comandante Higinio Álvarez, Jefe de los exploradores de la misma brigada. Romero iba envuelto en la misma capa que usaba en campaña, y Álvarez en un sarape tricolor que imitaba la bandera de la República. ¿Para qué referir la ejecución? Los tres murieron con tanta sangre fría y con tan orgulloso desdén, como si no fueran a morir. El sargento francés dio a Romero el golpe de gracia, y sin embargo, como si aquella alma de gigante no hubiera podido desprenderse del cuerpo, al conducir el cadáver de Romero a su última morada, hizo un movimiento tan fuerte, que rompió el miserable ataúd en que lo conducían sus verdugos. El pueblo se dispersó sombrío y cabizbajo. A las diez de la mañana de ese día, la tierra había secado otra parte, y los vientos habían borrado con su polvo, los últimos rastros.

EN PAZ
Y esa fue la historia del León de las Montañas. Cada vez que veo en el campo a un charro de piel bronceada por el sol de toda su vida y las manos encallecidas por el duro trabajo de la tierra, pienso en que se alimenta con la misma savia que forjó el espíritu de Nicolás Romero, héroe de la gleba; héroe sin mácula. Y cuando, muchas tardes he visto caer el sol tras de los altos pinares de Tlalpan, paréceme como si el viento vespertino que se me antoja, empuja a la luz del día hacia un confín de misterio, llevara el eco de una canción épica, del corrido de Nicolás Romero, cantado por la gente arrabalera, interesante y buena, que hace aflorar su corazón en cada palabra. En esos momentos siento intensamente que no vivo solo; que en los sencillos que envuelven su desnudez y su amor en la tilma policroma que cobija y que calienta, hallaré siempre una nota mejor de optimismo y de vida. Y volviendo a mi recuerdo y oyendo en el ensueño el rítmico sonido de las guitarras, paréceme escuchar, como si el viento de la tarde nos trajera, ecos de una corrido, al comenzar: Señores: voy a cantar y canto siempre el primero lo que en Mixcalco pasó al gran Nicolás Romero...

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